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Según la concepción imperante bajo la dinastía divídica, a los ojos del pueblo judío el Templo de Jerusalén era indestructible por ser la morada de Dios. Su aniquilación significaría que los dioses de los pueblos idólatras eran más poderosos que Yahvé. Esta idea era blasfema. Los dramáticos acontecimientos que desembocaron en la destrucción de la ciudad y del Templo, la desaparición del reino de Judá como nación independiente y el destierro del pueblo (589 a.C.) suponían, por tanto, una cesura sin precedentes, una gravísima amenaza para la fe. Parecían implicar, en efecto, que Yahvé había sido vencido.

En aquella trágica situación se registró uno de los fenómenos más sorprendentes de la historia de las religiones. De aquella, a primera vista, aniquiladora catástrofe nacional surgió una fe yahvista firme, absolutamente purificada, ya para siempre, de las desviaciones idolátricas que habían sido una constante en el pasado de Israel.

El prodigio se produjo a través del mensaje de los profetas. El Templo no había sido destruido porque los ídolos babilónicos hubieran derrotado a Yahvé, sino porque Israel habia sido infiel a su alianza y Dios le había castigado, sirviéndose, como instrumento para ejecutar el castigo, de los imperios paganos. Es Dios quien dirige los acontecimientos de la historia. No hay historia profana. Todo es historia sagrada.

Los profetas y las religiones

Una dolorosa purificación de la fe 
Los profetas de la cautividad 
La desaparición del profetismo 
Los escritos proféticos 
La doctrina de los profetas

Una dolorosa purificación de la fe

El profeta es el hombre que habla en nombre de Dios. Es el mensajero que anuncia a los hombres la voluntad divina.

El profetismo no es un fenómeno exclusivo de Israel. Son numerosas las culturas que conocen la figura de profetas extáticos, con sus multiformes y a menudo extrañas manifestaciones a través de cantos, danzas rítmicas y redoble de instrumentos músicos. Alcanzado el estado de trance, estos hombres tienen visiones que describen con lenguaje muchas veces indescifrable y entrecortado. En la época de la monarquía israelita fueron tan numerosos que formaban comunidades que la Biblia denomina “hijos de los profetas”.

En las antigus culturas de Mesopotamia, Egipto y Canaán era bien conocido otro tipo de profeta, el hombre dotado de poderes y técnicas especiales que le permiten descubrir los designios de Dios. Algunos de ellos estaban al servicio de la corte para hacer saber a los monarcas la voluntad divina. Su consulta era obligada en todos los asuntos importantes del Estado, sobre todo en lo relacionado con el culto y las campañas militares. Dada la condición de la naturaleza humana, entre los profetas cortesanos no faltaron, tampoco en Israel, quienes para asegurarse los favores de los monarcas, sólo les transmitían como palabra divina lo que respondía a los deseos de los gobernantes. Son los “falsos profetas”.

La religión yahvista conoce, además, otra clase de profetas, a saber, los hombres llamados personalmente por Dios para comuniciar el auténtico mensaje divino, con frecuencia conminativo y exigente. Son los “verdaderos” profetas. Saben bien que Yahvé es el Señor de la historia, que la dirige a un fin e interviene activamente en los acontecimientos humanos. Por tanto, leen e interpretan los acontecimientos como expresión de la voluntad divina.

No llevaron a cabo esta labor de interpretación porque tuvieran una singular capacidad de análisis que les permitiera comprender mejor que sus contemporáneos el auténtico alcance de los hechos, sino en virtud de las revelaciones de Dios. De donde se deduce que uno de los criterios para distinguir a los “profetas verdaderos” de los falsos era el cumplimiento real de sus vaticinios.

Los profetas de la cautividad

Los profetas preexílicos habían anunciado repetidas veces, con apremiantes expresiones, la gran catástrofe que se abatiría sobre el pueblo si persistía en la idolatría y el incumplimiento de la Ley. El castigo anunciado se había cumplido, y habían acreditado que eran profetas verdaderos. Hablaban en nombre de Dios. Su palabra era palabra de Dios.

Ahora, en las calamitosas circunstancias del destierro, aquellos mismos profetas que habían anunciado el castigo proclamaban un mensaje nuevo. Declaraban que en los planes de Dios el castigo no es nunca la última palabra. El castigo tiene siempre, como objetivo final, promover el arrepentimiento y obtener la reconciliación. El destino de los sufrimientos es mantener viva la esperanza del perdón, pero no entendido como olvido del pasado y restablecimiento de la situación anterior, sino como su radical superación, como la creación de nuevos cielos y tierra nueva, como la aparición de un nuevo estilo de hombres, en los que Dios deposita un corazón nuevo y con los que pacta una alianza nueva en la que la Ley no está escrita en tablas de piedra, sino que se enraíza en el mismo ser humano. Por tanto, no será ya una ley quebrantada, sino cumplida “de corazón”.

El destierro fue, pues, el oscuro túnel del castigo a través del cual Israel expió sus pecados y accedió al perdón. Desde la dramática experiencia del cautiverio, la idea de los sufrimientos entendidos como expiación se configura como uno de los elementos permanentes de la conciencia religiosa judía individual y comunitaria. Este pueblo vive y percibe los sufrimientos y las persecuciones -a menudo trágicas- que ha sufrido a lo largo de la historia por su concidión específica de judíos desde el prisma y con la conciencia de expiación. Pero no sólo como expiación por sus propios pecados. El hecho de ser el pueblo elegido le convierte en cierto modo en interlocutor privilegiado de la humanidad ante Dios. En los bellísimos poemas del “Siervo doliente de Yahvé” se describe a este varón (representante del pueblo judío) como víctima expiatoria ante Dios por las transgresiones de todo el género humano. Así, todas las vivencias de este pueblo son dolor y consuelo al mismo tiempo.

En la visión cristiana, esta misión expiatoria alcanza su plenitud y consumación última en la figura de Jesús, el hijo de Dios, cuya pasión y muerte han sido expiación, para siempre, de los pecados de la humanidad.

La desaparición del profetismo

Aquellas figuras de profetas que tan decisivo papel desempeñaron en la preservación de la fe monoteísta y tan firmemente contribuyeron a mantener viva la llama de la esperanza desaparecieron de la escena religiosa judía tras el retorno del exilio. Varias razones pueden aducirse para explicar su extinción. En primer lugar, el acendrado y ya para siempre inconmovible monoteísmo que Israel alcanzó en el exilio hacía superflua la función ejercida en el pasado por los profetas, a saber, la defensa a ultranza de la fe en el Dios único. La misión estaba cumplida. Por otra parte, con la edificación del nuevo templo y el restablecimiento del culto fue adquiriendo creciente importancia la función de los sacerdotes, inactivos durante el cautiverio, y pasaron a segundo término los profetas. La eclosión de la literatura sapiencial, que escudriñaba la Ley y descubría su sentido auténtico, asumía la tarea docente desarrollada en el pasado por el profetismo. Y, por último, y tal vez lo más importante, no se habían cumplido las grandes expectativas que el mensaje profético había despertado en el pueblo judío. Ciertamente, habían retornado a la tierra prometida según lo anunciado, pero la comunidad retornada era pobre, sufría numerosas privaciones y estaba rodeada de vecinos hostiles y sujeta a monarcas extranjeros. No parecía que pudiera convertirse en realidad, en un futuro próximo o remoto, aquella grandiosa visión de Isaías que contemplaba a Jerusalén como centro de peregrinación al que acudían, desde todos los puntos cardinales, multitudes humanas cantando himnos de alegría y cargadas de regalos.

Su desaparición dejó un poso de melancolía en el pueblo judío. Todavía en los últimos escritos revelados flota una esperanza nostálgica: “Hasta que aparezca un profeta…” (I Macabeos, 14,41).

Los escritos proféticos

Los mensajes de los profetas fueron, ante todo, discursos orales vivos, y sólo secundariamente comunicación escrita. En la historia de Israel ha habido profetas que han influido decisivamente en los acontecimientos de su pueblo, pero de los que no se ha conservado ningún escrito (Natán, Elías, Eliseo).

En algunos casos aislados, el profeta dictó el texto de sus mensajes (así Jeremías a su secretario Baruc). De ordinario, los círculos de los seguidores retenían en la memoria sus sentencias que luego, en un momento posterior, eran puestas por escrito y agrupadas por temas, retocándolas para acomodarlas a las situaciones concretas y completándolas con datos relativos a las circunstancias personales del profeta.

Los mensajes escritos se estructuran según un esquema básico muy simple. En la primera parte se denuncia la conducta errónea del pueblo o de sus dirigentes y a continuación se enuncia, poniéndola en labios de Dios (“oráculo de Yahvé”, o “así habla Yahvé”) la aplicación del castigo, seguida con frecuencia de la promesa de perdón en caso de arrepentimiento.

La doctrina de los profetas

Dentro de la gran diversidad de los mensajes proféticos, derivada de la personalidad de cada profeta y de las diferentes situaciones históricas y sociológicas en que pronuncian su sentencia, hay en todos ellos varias enseñanzas comunes.

El monoteísmo de los profetas incluye siempre un componente ético que no se contenta con el simple cumplimiento de los ritos. Sus palabras son una firme denuncia de las injusticias sociales. En las etapas de prosperidad económica vividas por el reino de Israel en la primera mitad del siglo IX a.C. y por ambos reinos, Israel y Judá, en el siglo VIII, se registró la desintegración del tejido socioeconómico israelita basado en la presencia de numerosos pequeños propietarios de la tierra. Las clases dominantes, en concreto la casta militar y los funcionarios de la corte, amasaron grandes riquezas a costa del campesinado. Para poder superar los períodos duros, por ejemplo en tiempos de grandes sequías, los minifundistas se veían forzados a contraer deudas, hipotecando para ello sus fincas e incluso sus propias personas. Este sistema generó un pequeño número de grandes latifundistas y una gran masa de campesinos empobrecidos o vendidos como esclavos. Contra esta situación alzaron su voz enérgica los profetas, denunciándola como pecado contra Dios, puesto que había sido Yahvé quien, después de la conquista de Palestina, había establecido aquel sistema de propiedad ahora arruinado.

El mensaje profético está siempre abierto al futuro, sustentado por la esperanza de una salvación última, de la implantación definitiva del reino de Dios universal. Será un reino regido por medio de un representante de Dios, un Ungido o Mesías, un descendiente de David que restablecerá su antiguo imperio terrenal. Pero con el correr del tiempo, y ante la cruda realidad de que muchos de los monarcas del linaje davídico eran claramente indignos, aquella esperanza de restauración se fue desplazando hacia horizontes cada vez más lejanos, situados al final de los tiempos, en dimensiones inequívocamente escatológicas. Hay incluso pasajes proféticos que describen a este Mesías no como soberano glorioso y dotado de poder, sino como príncipe humilde y benigno e incluso como siervo que expía los pecados de Israel. El cristianismo ha identificado a este Mesías anunciado por los profetas con la persona de Jesús.

Los libros sagrados

De la tradición oral a la fijación canónica 
Los libros de la Biblia
La formación del canon judío 
De la “Torah” a la cábala 
El Talmud 
La cábala
Las prácticas cabalísticas

De la tradición oral a la fijación canónica

El judaísmo, el cristianismo y el islam reciben el nombre de “religiones del Libro” porque creen que sus textos sagrados han sido escritos por inspiración o revelación divina, y contienen la palabra y la verdad de Dios.

Antes de alcanzar su forma escrita final, los libros sagrados del judaísmo recorrieron un camino preliterario de varios siglos, a menudo accidentado.

Sus más remotos orígenes se remontan a tradiciones orales de las diversas tribus hebreas que, desde principios del II milenio antes de nuestra era, nomadeaban por las amplias estepas débilmente pobladas de Irak, Siria y la península Arábiga. Eran tradiciones dispersas, que giraban en torno a las vicisitudes de los patriarcas considerados fundadores de los diversos clanes. Sólo en una etapa posterior, sobre todo después del asentamiento en Palestina, comenzaron a cohesionarse y armonizarse para formar la primera urdimbre de un relato unitario. A este primer avance unificador contribuyeron, sin duda, las peregrinaciones de diversas tribus a unos mismos santuarios, como los de Betel, Siquem o Silo.

Puede admitirse sin dificultad que algunas de estas tradiciones orales, varios textos éticos y jurídicos y normas rituales de no muy amplia extensión fueron consignados por escrito en épocas muy tempranas, ya en vida de Moisés. El conocimiento de la escritura estaba muy difundido en Oriente Próximo desde fechas muy remotas. Es indudable que Moisés, educado en la corte de los faraones, dominaba la escritura. Se le atribuyen varios pasajes del libro del Éxodo, entre ellos la victoria sobre los amalecitas de 17,14, el “libro de la alianza” de 24,4, el “decálogo cultual” de 34,27 y el itinerario de la marcha por el desierto de Números 33,2. Probablemente también es suyo el “canto de Moisés” delDeuteronomio (31,22).

Puede situarse en la primera época de la monarquía, bajo los reinados de David y Salomón, la creación de escuelas para la formación de los escribas indispensables para el funcionamiento de la administración del estado. En estos centros se fueron recopilando y consignando por escrito las pequeñas unidades orales dispersas, agrupadas en torno a los grandes temas de la liberación de la esclavitud de Egipto, la marcha por el desierto, la alianza en el Sinaí y la conquista de la tierra prometida. Surgía así el embrión de una especie de “historia sagrada” de Israel. Por otra parte, es evidente que, en esta época, también los sacerdotes recopilaron y escribieron las normas rituales, las festividades y los salmos necesarios para el culto en el templo. Asimismo, en estas fechas de florecimiento cultural israelita pueden situarse los primeros pasos de la literatura sapiencial, expresada sobre todo en proverbios.

Los libros de la Biblia

Esta actividad literaria desembocó en un cuerpo que abarca fundamentalmente lo que la Biblia hebrea denomina Torah o Ley (libros del Génesis, Éxodo, Levítico, Números, amplias secciones del Deuteronomio) y la colección de “profetas anteriores” (Josué, Jueces, Samuel [1 y 2] y Reyes [1 y 2]). No era todavía un texto cerrado e intocable. En las copias posteriores se fueron añadiendo nuevos datos y reflexiones hechas desde las perspectivas de los diversos redactores. Probablemente, estos textos adquirieron una forma muy parecida a la actual bajo el sacerdote Esdras, funcionario de la corte persa especializado en los asuntos de Judea, enviado a Jerusalén hacia el 398 a.C., o tal vez incluso antes (a mediados del siglo V), con poderes plenipotenciarios en todo lo relacionado con “la Ley de Dios”.

La consignación escrita de los oráculos de los “profetas posteriores” (los nebî’îm, libros de Isaías, Jeremías y Ezequiel más “los Doce”, es decir, los libros de Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahúm, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías y Malaquías) se remontan, en parte, a los mismos profetas, pero con mayor frecuencia a los círculos de sus seguidores, que agruparon sus sentencias por grupos temáticos, en vida misma de los mensajeros divinos o poco después de su muerte. También en este caso, las copias sucesivas de los amanuenses registraron reagrupaciones, añadidos y dislocaciones. Puede situarse el punto final de esta labor de redacción hacia el año 200 antes de nuestra era.

El tercer gran bloque (los ketubîm o “Escritos”) fue consignado básicamente después del exilio, aunque aprovechando con frecuencia recopilaciones de documentos anteriores. La Biblia hebrea enumera aquí Salmos, Job, Proverbios, los llamados “cinco rollos” (Rut, Cantar de los Cantares, Qohélet, Lamentaciones y Ester), Daniel, Esdras-Nehemías y Crónicas.

La formación del canon judío

De la gran masa de producción literaria generada por Israel durante más de un milenio, sólo la pequeña parte antes reseñada ha entrado en el “canon hebreo”, es decir, ha sido considerada por la comunidad judía como inspirada por Dios. Este reconocimiento se produjo a lo largo de varias etapas y no sin controversias. Únicamente el grupo de la Torah gozó desde el principio de general aceptación. Es el único libro que fue aceptado también por los judíos samaritanos, hacia el año 300 a.C. El canon de los libros proféticos parece haber quedado cerrado hacia el 200 a.C. Fue más accidentada la inclusión de los “Escritos”. De hecho, algunos de ellos suscitaron cierta resistencia a causa de su contenido (Qohélet, Ester) o de su erótica expresión literaria (Cantar de los Cantares). Existe la opinión generalizada de que este proceso de fijación del canon alcanzó su punto final en el llamado sínodo de Yabné/Yamnia, celebrado por doctores judíos de orientación farisea hacia el año 90-110 d.C.

El criterio para discernir que un libro ha sido inspirado por Dios no reside en que su autor lo afirme. La comunidad creyente reconoce que un escrito está inspirado porque así se desprende del texto mismo, es decir, porque su lectura genera fe. Es un texto inspirado porque inspira.

De la “Torah” a la cábala

La destrucción del Templo en el año 70 d.C. supuso el fin del culto y de los sacrificios, y la desaparición de Jerusalén como centro político y cultural de Israel. A partir de entonces, la vida religiosa se centró en la sinagoga, en la enseñanza y en el cumplimiento estricto de la Ley. El sanedrín se trasladó a la ciudad costera de Yabné/Yamnia, próxima a la actual Tel Aviv, donde un grupo de doctores de orientación farisea fundó una academia, pronto convertida en la máxima autoridad doctrinal judía. En las escuelas, la enseñanza se impartía de viva voz y consistía en la repetición constante, hasta grabarla en la memoria, de la Torah y de los restantes preceptos transmitidos oralmente de generación en generación. Ambas formas, la oral y la escrita, se remontaban, en opinión de los doctores, al mismo Moisés.

Una de las funciones esenciales de los maestros se centraba en explicar el sentido profundo de la Ley y reinterpretarla para adecuarla a las diferentes situaciones históricas y culturales de las comunidades. A esta tarea se le dio el nombre demidrash (explicación), y podía revestir un doble carácter: normativo, de aplicación a la conducta práctica (haláquico) o simplemente edificante (hagádico).

El aplastamiento a sangre y fuego de la rebelión de Bar Kokeba (135 d.C.) introdujo en el sistema educativo un novedad que habría de tener hondas repercusiones para la posterior vida cultural y religiosa de Israel. En la contienda pereció un gran número de los maestros de las escuelas, y ello supuso una grave amenaza para la conservación de la enseñanza basada en la transmisión oral. Para garantizar su supervivencia se inició la tarea de consignar por escrito las sentencias de las principales escuelas. Surgieron así, en el siglo II, colecciones escritas de midrashim, redactadas en hebreo y conocidas con el nombre de mishna (enseñanza).

Con el paso del tiempo comenzaron a producirse notables divergencias en las aplicaciones prácticas, según las diferentes soluciones que los doctores de las diversas comunidades daban a un mismo problema. Para evitar la desintegración y el caos de la normativa que regulaba el cumpliento de la Ley, hacia el año 200, el rabí Yehudá Han-Nasi (153-217 d.C.) acometió la tarea de coleccionar y unificar los materiales jurídicos existentes para darles un carácter oficial y vinculante. Esta recopilación, la Mishna por antonomasia, configura la parte fundamental del Talmud.

El Talmud

En su raíz histórica, el Talmud (conocimiento) es la exégesis y el comentario de los textos jurídicos consuetudinarios nacidos de las interpretaciones que los rabinos daban a la Torah y consignados por escrito en la Mishna. Esta labor exegética se desarrolló en los centros de enseñanza judíos de Palestina (Cesarea, Sóforis y Tiberíades) y de la comunidad babilónica que había permanecido en el exilio (Sura, Pumbedita). Los comentarios, consignados por escrito en lengua aramea, reciben el nombre de Guemara. La suma de la Mishna y la Guemara es el Talmud. Surgieron, por tanto, dos “talmudes”, el de Jerusalén, concluido hacia el 400 d.C., y el de Babilonia, mucho más extenso (cerca de 10 000 páginas en su traducción española), cuya etapa final se sitúa en los últimos años del siglo V d.C. Ambos fueron la norma jurídica vinculante de sus respectivas comunidades. Pero también ahora, como ya había sucedido con las mishnayot, se daban soluciones divergentes a los mismos problemas, a veces en cuestiones muy importantes, por ejemplo de derecho matrimonial, ya que eran muy distintas las circunstancias y las necesidades de las comunidades de Palestina y las de la diáspora. En razón de la evolución histórica (represión de las comunidades palestinas bajo el dominio bizantino y mayor margen de libertad en Babilonia bajo el califato de Bagdad), acabó imponiéndose el Talmud babilónico.

La cábala

Junto a esta vida religiosa orientada al cumplimiento de la Ley según la interpretación jurídica oficial, ha fluido, desde fechas muy antiguas, otra corriente de espiritualidad, de perfil místico, en la que, con el correr del tiempo, han ido desembocando otras muchas creencias, tan heterogéneas y de tan diverso origen que resulta difícil establecer un orden unitario y clarificador.

Esta dimensión mística parte de la idea básica de que, más allá de su texto literal, la Torah encierra otro sentido esotérico, oculto, que es preciso indagar. A todo este movimiento espiritual se le ha dado, desde la alta Edad Media, el nombre de “cábala”. Tuvo importantes manifestaciones escritas en Alemania y Provenza, donde a las enseñanzas genuinamente judías se añadieron numerosos elementos gnósticos y neoplátonicos y, sobre todo, en España, donde alcanza su forma definitiva en el Sefer Hazoar (“Libro del Esplendor”) “descubierto” por Moisés bar Sem Tob, muerto en Guadalajara en 1305, en realidad escrito por él mismo, aunque lo atribuía a Shimon ben Yohay, del siglo II.

Los teorizadores de la cábala admiten el principio -irrenunciable para la fe judía- de la trascendencia y la inmanencia de Dios, pero no creen que sea Dios el creador inmediato del universo. Lo ha creado por intermedio de diez emanaciones escalonadas (sefirot), dotadas de poderes que ejercen una influencia benéfica en la creación. La religiosidad última de la cábala perseguía liberarse de las cadenas de este mundo mediante la ascética y la mística. Las buenas acciones de los judíos piadosos pueden acelerar la llegada de la era mesiánica, cuya esperanza sobrevuela por encima de todas las especulaciones cabalísticas.

Tras la expulsión de los judíos de España, surgieron en Europa y en los países islámicos varios centros de difusión de las concepciones cabalistas. El más importante fue el Safed de Galilea y, bajo la dirección de Isaac Lauria (1534-1572), experimentó una profunda remodelación. En la época algunos renancentistas europeos, como Pico della Mirandola, se sintieron interesados por el universo de la cábala.

Las prácticas cabalísticas

En la búsqueda del sentido esotérico de la Torah, hubo cabalistas que recurrieron a técnicas interpretativas exotéricas, como la sustitución de las letras de un texto por su correspondiente valor numérico o la transformación de las letras de una palabra en siglas de otras palabras para formar un texto completo. Se llegó así a una especie de magia de las letras expuesta a innumerables arbitrariedades. Estas prácticas no pasan de ser desviaciones de la intencionalidad profunda de los grandes teorizadores de la cábala.

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