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A remolque de las evidencias 
Los fundamentos de las sentencias de la Inquisición 
Los fundamentos de la revolución científica 
Los conflictos entre ciencia y fe en la Edad Moderna
El caso Galileo 
El darwinismo o evolución de las especies 
Monogenismo frente a poligenismo 
La infalibilidad de la Biblia y los pasajes bíblicos contradictorios entre sí

A remolque de las evidencias

El Tribunal de la Inquisición es el severo defensor del universo de las ideas trascendentes, metafísicas e inmutables. La revolución científica introduce un universo físico y conceptual fluctuante, relativo, inasible en sus realidades últimas.

Durante la Baja Edad Media, surgieron numerosos movimientos espirituales para hacer frente a la decadencia moral generalizada de la alta jerarquía, el clero llano y el monacato. Algunos de ellos, encarnados en las órdenes mendicantes de los franciscanos y los dominicos, se esforzaban por reimplantar el modelo de la pobreza evangélica de las primeras comunidades cristianas. Otros, en cambio, como los de los albigenses y valdenses, aunque nacidos de este mismo anhelo de purificación, desbordaron ampliamente las fronteras de la ortodoxia, rechazaron la jerarquía y los sacramentos, reavivaron las antiguas herejías gnósticas, dualistas y maniqueas, exigieron la supresión de los diezmos, condenaron la guerra bajo todas sus manifestaciones y negaron la autoridad civil. En los siglos XII y XIII, aquellas sectas, ampliamente difundidas sobre todo en el sur de Francia y en el norte de Italia, no sólo implicaban un ataque a la Iglesia oficial, sino que constituían también, en razón del contenido anárquico de sus doctrinas, una grave amenaza para el orden social de la cristiandad europea.

Para erradicar el peligro se tomaron diversas medidas, entre otras la cruzada contra los albigenses, promovida por Inocencio III y dirigida militarmente por Simón de Montfort (1208), o la labor misional desarrollada por santo Domingo de Guzmán y sus compañeros en el sur francés. Ante su inutilidad, el papa Gregorio IX decidió crear, en 1231, un tribunal permanente, conocido con el nombre de Inquisición, para descubrir (inquirir) a los herejes, juzgarlos y, si eran hallados culpables, condenarlos y entregarlos a la autoridad civil para la ejecución del castigo.

Este tribunal medieval, sustituido más tarde por la Sagrada Congregación de la Suprema y Universal Inquisición o Santo Oficio, creada por Paulo III en 1542, fue ampliando poco a poco el campo de sus competencias y vigilaba celosamente cualquier mínima desviación doctrinal. En su variante española fue a menudo un instrumento eficaz con el que los monarcas (en especial los Reyes Católicos y Felipe II) eliminaron los elementos que constituían una amenaza para la unidad (religiosa y/o política) de sus reinos.

Con independencia de las intenciones de los inquisidores, varios elementos hacían moralmente discutible -si no ya claramente reprobable desde el primer momento- el tribunal de la Inquisición: admitía denuncias anónimas, sin revelar al acusado el nombre del acusador, por lo que se le privaba de la posibilidad de recusar al denunciante. Fuera cual fuese el nivel intelectual y la capacidad de autodefensa de los acusados, no se les concedía la asistencia y el consejo de abogados entendidos. Se admitía, además, la práctica de la tortura para arrancar confesiones, lo que llevó a la comisión de numerosos abusos y atrocidades. Se ignora el número de los condenados a morir en la hoguera. Algunos autores afirman que los procesos de brujas llevados a cabo en Alemania desde el siglo XV dejaron desiertas regiones enteras.

Los fundamentos de las sentencias de la Inquisición

Para emitir su veredicto, los inquisidores, la mayoría teólogos dominicos, se atenían a la más estricta interpretación de las decisiones conciliares y de las enseñanzas de los Padres y doctores de la Iglesia. Bastaba la más mínima sospecha para despertar su recelo. No se libraron de sus suspicacias teólogos de la talla de fray Luis de León ni místicos como Juan de la Cruz o Teresa de Jesús.

La mentalidad dogmática de los inquisidores respondía a las pautas de la teología medieval. Entendían las afirmaciones de la Biblia al pie de la letra y como verdades absolutas e infalibles de validez universal en todos los campos.

Los fundamentos de la revolución científica

Esta mentalidad estaba llamada a chocar frontalmente con las categorías conceptuales que sirvieron de base a la revolución científica. Para la ciencia, el punto de arranque del conocimiento no es la argumentación silogística deductiva que parte de unas premisas establecidas, sino el razonamiento inductivo, basado en la observación empírica. Sólo el análisis de las realidades concretas permite formular hipótesis explicativas, que luego son de nuevo contrastadas con los hechos para comprobar su verdad o su falsedad. Esta nueva forma de entender el mundo culmina, en el campo de la exploración del universo físico, en la mecánica cuántica de Max Planck, la teoría de la relatividad de Einstein o el principio de incertidumbre de Heisenberg. En el campo de la epistemología, la teoría del conocimiento de Kant somete a severo examen y a estrictas limitaciones la aprehensión de la realidad. No hay verdades objetivas absolutas. O, en todo caso, la mente humana no es capaz de descubrirlas. Surgía, pues, un entramado conceptual radicalmente contrario al universo categórico de la teología medieval.

Las enormes conquistas científicas y técnicas conseguidas por esta modalidad del conocimiento empírico inclinaban decididamente el platillo de la balanza en favor de la nueva forma de entender el cosmos. La mente humana había cruzado el umbral de una nueva era en la que no había lugar para tribunales inquisidores apoyados en verdades inmutables. El pensamiento oficial católico se veía en la imperiosa necesidad de revisar sus postulados a la luz de los nuevos avances.

De hecho, el choque entre la mentalidad dogmática y las ciencias experimentales ha aportado un nuevo enriquecimiento a la teología y la religión católicas. Ha servido para poner de relieve que el conocimiento derivado de la fe no se identifica con el extraído de la física o las matemáticas. La fe ni se opone a la razón ni se basa en ella. Dios sigue siendo un misterio al que se accede por la adhesión libre creyente. Ciencia y fe avanzan no por caminos enfrentados, sino diferentes. Sobre la razón creyente recae la noble tarea de explicitar los contenidos de la revelación, hacerlos accesibles a las diferentes culturas de las distintas razas y generaciones y demostrar que no son incompatibles con las verdades descubiertas por la natural capacidad de la mente humana.

Los conflictos entre ciencia y fe en la Edad Moderna

El lenguaje y las categorías conceptuales de la teología católica en las primeras etapas de la Edad Moderna prolongaban los esquemas de las Sumas teológicas medievales. Los exegetas entendían las afirmaciones de la Biblia al pie de la letra. No admitían que pudieran existir contradicciones entre las verdades de la fe y las descubiertas por la razón, ya que ambas tienen su origen en el mismo y único Dios. En caso de conflicto, debería prevalecer la verdad de la fe revelada en la Escritura, en la que se expresa la palabra infalible de Dios.

Esta rígida postura doctrinal se vio desbordada repetidas veces por los avances de las ciencias experimentales, que estaban llegando a conclusiones inconciliables con las afirmaciones literales de la Escritura. Las autoridades eclesiásticas no reaccionaron con la deseable prontitud y flexibilidad, por lo que se produjeron enfrentamientos, incomprensiones y condenas de opiniones científicas en diversos campos, sobre todo de la física, la astronomía y la exégesis bíblica. Entre las controversias más significativas pueden citarse las siguientes:

El caso Galileo

El pisano Galileo Galilei (1564-1642), hombre de gran capacidad matemática y grandes dotes de observación, difundió en sus escritos la teoría heliocéntrica de Copérnico según la cual es la Tierra la que gira alrededor del Sol, y no al contrario. La Inquisición condenó estas ideas en 1616 y luego de nuevo en 1632 por oponerse abiertamente a las enseñanzas de la Escritura. En efecto, un pasaje bíblico narra cómo el caudillo hebreo Josué ordenó al Sol detenerse: “Y el Sol se detuvo y la Luna se paró… El Sol se paró en medio del cielo” (Josué 10,13). Galileo fue confinado, bajo custodia, en su villa de Arcetri hasta 1633. De allí pasó a Florencia, donde, ya ciego, siguió trabajando hasta su muerte en sus Discorsi e dimostrazione matematiche intorno a due nuove scienze. Cuatro siglos más tarde, la Iglesia ha reconocido y deplorado oficialmente sus erróneas decisiones.

El darwinismo o evolución de las especies

A los 22 años, el británico Charles Darwin (1809-1882) emprendió un viaje, en el navío Beagle, para topografiar las costas de la Patagonia. Durante una escala en el archipiélago de las Galápagos hizo una serie de observaciones sobre las variaciones morfológicas de los animales que poblaban las islas, que le llevaron a la conclusión de que las especies cambian bajo la influencia de las condiciones del medio (el clima y la alimentación, entre otras). Los organismos que al evolucionar van adquiriendo cualidades que se adaptan a la situación, sobreviven. Los que no logran hacerlo, desaparecen. Por lo tanto, no hay una barrera infranqueable entre las especies, sino evolución de unas a otras. En aquella época, la teoría darwinista implicaba una doble herejía, científica y religiosa. Científica, porque se admitía como incuestionable la doctrina de Linneo, que concebía las especies a modo de esencias metafísicas inmutables. Podían existir variedades dentro de una misma especie, pero no el paso de una especie a otra diferente. Y religiosa, porque el evolucionismo (en el que, en su libro La raza humana, de 1871, Darwin parecía incluir también al hombre) chocaba frontalmente con el relato bíblico según el cual es Dios quien crea las especies (fixismo creacionista). Lo más que podría concederse es que la evolución afecte al cuerpo humano, pero no al alma, creada directamente por Dios. En consecuencia, la doctrina católica condenó la teoría darwinista, sobre todo la que incluía la evolución ininterrumpida desde el simio al hombre.

Monogenismo frente a poligenismo

A medida que las excavaciones de yacimientos antropológicos realizadas en los siglos XIX y XX iban sacando a la luz huellas y vestigios de la existencia de grupos humanos o humanoides de edades cada vez más remotas, de varios millones de años, y en lugares de la tierra muy distantes entre sí, se fue abriendo paso entre los científicos la hipótesis de que la evolución humana, desde el nivel puramente animal al racional, ha acontecido en diversos lugares, en diferentes épocas y en distintos grupos, independientes entre sí. La teoría topó con la oposición de la Iglesia oficial. Todavía en 1950, en la encíclica Humanae vitae, el papa Pío XII declaraba que no era posible conciliar esta doctrina con el dogma -fundamental para la teología católica- del pecado original, según el cual por la transgresión de un solo hombre (Adán) entraron el pecado y la muerte en todo el género humano. De donde se deduce que de este hombre descienden todos los demás. El problema sigue abierto tanto en su vertiente antropológica como dogmática. Los modernos avances genéticos parecen decantarse a favor del monogenismo: todas las razas actuales proceden de una sola pareja. Pero no se dice nada acerca de las numerosas razas humanas anteriores hoy desaparecidas.

La infalibilidad de la Biblia y los pasajes bíblicos contradictorios entre sí

El argumento fundamental esgrimido por el magisterio de la Iglesia para rechazar las teorías científicas antes mencionadas y varias más es que estaban en abierta contradicción con las enseñanzas de la Biblia, que contienen la verdad infalible de Dios. Fue precisamente en este campo de la interpretación de las afirmaciones bíblicas donde se abrió paso un nuevo frente de conflictos.

Se deben al sacerdote francés Richard Simon (1638-1712) los primeros pasos en la dirección correcta. Su sagacidad le permitió descubrir que el Pentateuco -universalmente considerado en aquel tiempo como escrito por Moisés- se compone en realidad de varias fuentes o documentos cuyas informaciones no siempre son coincidentes. En un siguiente paso, más perturbador para el magisterio, se detectó la existencia de pasajes bíblicos no sólo diferentes, sino contradictorios. Por citar algunos ejemplos muy simples, en el Evangelio de Marcos (2,26) se dice que el sacerdote Abiatar dio a David los panes de la presencia, pero según el Libro primero de Samuel (21,2-7) no fue él, sino Ajimélec. Este mismo libro narra en el capítulo 17, con gran lujo de detalles, la victoria de David sobre el gigante Goliat de Gat, pero en el Libro segundo de Samuel (21,19) se atribuye esta hazaña a Eljanán, hijo de Yaír. La solución, trabajosamente lograda superando censuras y condenas del magisterio, no se abrió paso en la esfera oficial hasta 1943, gracias a la encíclica Divino afflante spiritu de Pío XII, confirmada por la constitución dogmática sobre la divina revelación del concilio Vaticano II.

En esencia, estos documentos reconocen que las afirmaciones bíblicas, para ser correctamente entendidas, deben tener en cuenta el género literario en el que se inscriben y la intención de los autores sagrados. Los libros de la Escritura no son tratados históricos, filosóficos o científicos, sino que contienen un mensaje revelado que explica la relación del hombre con Dios. Por tanto, la ciencia y la fe hablan lenguajes diferentes. Los dos interpelan al mismo ser humano, pero con distintas claves de interpretación.

Se abre así una puerta de acceso hacia el mutuo respeto y comprensión de la ciencia y la fe.

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