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Contra la decadencia de la Iglesia romana 
La Reforma de Martín Lutero 
Lutero y el movimiento humanista

Contra la decadencia de la Iglesia romana

“Entonces empecé a entender la justicia de Dios como la justicia por la que el justo vive gracias al don de Dios, y vive por la fe. La justicia de Dios… ha de entenderse en sentido pasivo, es decir, en el sentido de que es Dios quien nos justifica, en su misericordia, por la fe” (Lutero, en una “charla de sobremesa” del año 1523).

En los últimos años del siglo XV, la necesidad de una reforma de la Iglesia “en la cabeza y los miembros” se había convertido en un clamor generalizado.

El papado se hallaba sumido en un profundo descrédito. Los pontífices se mostraban más interesados en la defensa de sus intereses como soberanos que en el desempeño de su alta misión de guías espirituales. El traslado de la corte pontificia de Roma a Aviñón (1309-1376) ofreció a la cristiandad el espectáculo de los papas dependiendo de los deseos y las conveniencias de los monarcas franceses. Durante el posterior “Cisma de Occidente” (1378-1417) pudo verse a los pretendientes a papas pugnar entre sí y disputarse el favor de los príncipes y los reyes. La confusión era tal que ni las personas más piadosas sabían quién era el verdadero pontífice. La situación permitió hacer germinar la idea de que también sin papas puede funcionar la Iglesia y de que, en todo caso, la autoridad suprema reside en los concilios (“conciliarismo”). Junto a sus innegables méritos como mecenas de la cultura, los papas renacentistas iniciaron un profundo proceso de “mundanización” de la curia romana.

El descrédito había alcanzado también al alto clero. Obispos y abades rivalizaban por acaparar el mayor número posible de diócesis, canonjías, monacatos o fundaciones piadosas para apoderarse de sus rentas, prebendas y beneficios. Las diócesis alemanas, con sus pingües ingresos, estaban reservadas a los segundones de la alta aristocracia, que a veces ni siquiera abrigaban la intención de recibir las sagradas órdenes. Todavía a mediados del siglo XVI, el cardenal Alejandro Farnesio, sobrino de Paulo III, acumulaba diez obispados, 26 monasterios y otros 133 beneficios entre parroquias, capellanías y canonjías. Los prelados no residían en los lugares donde debían ejercer su labor de cura de almas. Delegaban estas funciones a vicarios mal instruidos y míseramente pagados. Este afán de acaparación fue el detonante que hizo estallar la revolución reformista.

Todos estos abusos eran conocidos, y también denunciados, desde antiguo. Pero en la segunda mitad del siglo XV se había añadido un factor nuevo que hacía que la situación fuera insostenible: había emergido el hombre renacentista. Los círculos ilustrados -los creadores del “humanismo cristiano”, entre los que destacan Petrarca (1304-1374), Ficino (1433-1499), Pico de la Mirándola (1463-1494), Tomás Moro (1478-1555) y Erasmo de Rotterdam (1466-1536) entre otros muchos- no se contentaban ya con las viejas respuestas y pedían a la Iglesia soluciones nuevas que ésta fue incapaz de dar. Aquellos hombres toleraban mucho peor los abusos, las lacras y la ignorancia del clero, y adoptaban actitudes rebeldes allí donde las generaciones anteriores se habían mostrado profundamente dolidas, pero siempre obedientes y resignadas. Sin las aportaciones de estos círculos humanistas no puede explicarse el éxito y la expansión fulminante del movimiento reformista.

La Reforma de Martín Lutero

Martín Lutero nació en Eisleben, en 1483, en el seno de una familia de mineros del cobre. En 1505 ingresó en el convento de los agustinos de Erfurt, donde estudió una teología marcada por el nominalismo. Fue un monje ejemplar, completamente dedicado al estudio, la enseñanza y la predicación. En 1510 hizo un viaje a Roma, de donde regresó con una impresión muy negativa y convencido de que la Iglesia necesitaba una urgente y profunda reforma.

El estudio de la Carta a los romanos del apóstol Pablo y de las obras de san Agustín sobre el pecado y la gracia divina llevó a Lutero al descubrimiento del enunciado central de toda la Reforma: el hombre no se salva por sus obras, sino por la fe que Dios le concede y a través de la cual le justifica. En esta doctrina teológica no tienen cabida las indulgencias. Reaccionó, por tanto, indignado ante la predicación de la indulgencia plenaria llevada a cabo en las diócesis de Magdeburgo y Maguncia a partir de 1514. Fue una indulgencia particularmente nefasta en su origen y en su ejecución. En su origen, porque la curia romana había concedido al arzobispo de Magdeburgo la sede de Maguncia a cambio de 10 000 ducados y la mitad de los ingresos obtenidos por la venta de la indulgencia. Y en su ejecución, por la burda manera con que el dominico Tetzel incitaba a los fieles a comprar indulgencias en favor de las almas de los difuntos: “Apenas suena en el cepillo el dinero, el alma del difunto vuela al cielo”. Tal vez pertenezca a la leyenda el episodio que describe a Luteroclavando, en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg, el 31 de octubre de 1517, las 95 tesis que había redactado en latín contra ellas. A partir de esa fecha inició una enorme labor en defensa de su doctrina de la verdadera Iglesia. En el año 1520, en su escrito A la nobleza alemana, proclamó el sacerdocio universal de todos los bautizados y el principio de que la Escritura se entiende por sí misma y no necesita ser interpretada por el magisterio. En La cautividad babilónica de la Iglesia sólo admite los sacramentos del bautismo y la cena (y deja en duda el de la penitencia). En La libertad del cristiano afirma que “el cristiano es un hombre libre respecto a todas las cosas y no está sometido a nadie”.

El 3 de enero de 1521 fue excomulgado. Para salvarle del poder del emperador Carlos V, el príncipe Federico el Sabio le ocultó en el castillo de Wartburg, donde entre 1521 y 1523 inició la traducción de la Biblia al alemán.

Lutero y el movimiento humanista

Inicialmente, las ideas de Lutero contaron con el favor de los humanistas que, además, le consideraban uno de los suyos por su conocimiento de las lenguas antiguas. Pero a medida que el reformador insistía en la salvación por la sola gracia o la sola fe, sin intervención de la voluntad humana, se fue enajenando las simpatías de muchos de ellos. Erasmo advirtió claramente cuál era la víctima principal de los ataques de Lutero: no el papado o las indulgencias, sino la libertad del hombre que, para el pensador holandés, es la que le permite ser socio de Dios.

Para Lutero, en cambio, “el libre albedrío después del pecado es pura palabrería, y si el hombre hace lo que de él depende, peca gravemente” (Assertio). Erasmo objetó que sin libertad para elegir entre el bien y el mal no hay ética cristiana. Lutero, en su escrito de réplica Sobre el libre albedrío, tachó a Erasmo de “ateo, despreciador de la Escritura, destructor del cristianismo, hipócrita, blasfemo y escéptico”. La ruptura entre ambas doctrinas era inevitable.

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